El actual
proceso de definición de la nueva conducción de la Dirección
General de Escuelas puede ser propicio para enmarcar un debate
sobre un tema tan convocante como es el del futuro de nuestra
educación.
Metodológicamente, sugerimos distinguir con claridad dos
espacios de discusión que, aunque íntimamente relacionados,
suelen confundirse y demorar las decisiones. El primero es el
estrictamente “pedagógico” y tiene que ver con las nuevas
metodologías educativas; los nuevos contenidos y saberes; las
destrezas y habilidades que se desean impartir; el perfil de
personas que queremos formar.
El segundo espacio es el que denominaríamos el “administrativo
burocrático” y tiene que ver con las infinitas cuestiones
relacionadas con la función docente, horarios, jornada de
trabajo, licencias, remuneraciones, promociones, ascensos,
escalafón, jubilaciones, etc. Distinguir ambos espacios
resultará útil y evitará redundancias innecesarias.
Más allá de las recurrentes explicaciones de las razones de la
crisis del sistema educativo -bajos salarios, deficiente
infraestructura, escasa capacitación del personal, legislación
obsoleta o que no se cumple, chicos problemáticos, crisis de
valores, erróneo manejo del poder, violencia en las
instituciones manifestadas en las relaciones interpersonales,
impacto negativo de los medios- lo que a nuestro juicio
subyace en la problemática de la educación es la obsolescencia
científica del marco paradigmático sobre el cual el sistema
está concebido y desarrollado.
La noción de paradigma tiene que ver con nuestra forma de
percibir, entender y operar la realidad. Es como el marco de
referencia con el que nos movemos y tiene su base en la
ciencia. La ciencia moderna, que nos viene de Newton y
Descartes, definió una forma de percibir y operar el mundo que
ahora ha sufrido una impresionante transformación.
La escuela de la sociedad industrial -al igual que otros
macrosistemas de gestión de la convivencia que también están
en crisis, como las policías, la Justicia o los partidos
políticos- se erigió en base al racionalismo positivista
propio del siglo XIX.
Pero a lo largo del siglo XX, a partir de los desarrollos de
la teoría cuántica, del constructivismo, de la gestáltica, de
la cibernética, de la geometría de fractales, de las
estructuras disipativas, de la autopoiesis y de otras
vertientes del pensamiento científico, pudimos advertir que la
realidad es mucho más compleja, irregular e impredecible de lo
que suponíamos. Ahora advertimos también que las instituciones
que creamos para administrarla ya no resultan eficaces.
Nuestros niños nacen ya instalados en la sociedad tecnotrónica
del conocimiento, que era impensable hace apenas cuatro
décadas. Consumen medios de comunicación desde que están en el
vientre materno. Nos sorprendemos cuando los vemos a los tres
o cuatro años de edad manejando celulares, mp3 o interactuando
con la computadora incluso mejor y con menos dificultades que
los adultos.
Sin embargo, cuando tienen cinco años, colocamos a esos niños
súper estimulados y cargados de energía en una escuela que es
exactamente igual a la que asistieron nuestros padres hace
sesenta o setenta años. Como esa escuela falla, nos enojamos
con los chicos en vez de enojarnos con nosotros mismos por no
haber sido capaces de actualizarla a los nuevos tiempos y
exigencias.
También para una tarea como la que se propone, resulta
importante precisar y definir el concepto de ser humano que
aspiramos realizar en plenitud. El paradigma positivista
trabajó con un concepto acentuado en lo lógico y racional,
pero ahora sabemos que el ser humano es multidimensional. Un
ser humano integral exige una formación que considere como
mínimo su dimensión física, emocional, mental y espiritual
como una unidad indisoluble. Hoy se habla de alrededor de
trece tipos de inteligencias. Consideremos al menos estas
cuatro fundamentales.
Es importante además que no se cometa nuevamente el error de
percibir la educación únicamente desde el punto de vista de
los adultos, sin entender y abarcar la percepción y la visión
de las niñas, niños y adolescentes y sin contemplar, además,
el complejo y estrecho vínculo que se establece entre educador
y educando, debiendo éste ser fluido, integral, dinámico, sin
roles dogmáticos preconcebidos.
Quienes trabajamos con enfoque sistémico, sostenemos que los
sistemas son básicamente las personas y las interacciones que
éstas generan. De nada sirve preocuparse por equipamientos,
edificios, tecnologías o pomposas leyes con largas
enumeraciones de derechos y principios, si no podemos
garantizar que las personas que “metemos” dentro del sistema
están en las mejores condiciones posibles de encarar la
construcción de procesos fecundos de enseñanza y aprendizaje.
El problema más importante que enfrenta hoy nuestra educación
es el de las consecuencias de la exclusión y la marginalidad
principalmente en niñas, niños y adolescentes. Las políticas
efectivas de inclusión deben comenzar ya.
Hay proyectos existentes que deben ser considerados con
urgencia por la Legislatura. A ello se suma otra problemática
preocupante que es el embarazo adolescente, que ha trepado en
los últimos años a cifras escalofriantes, retroalimentando el
circuito de la exclusión y sacando a niñas y adolescentes del
sistema.
En cuanto al sector docente -el otro insumo humano crítico del
sistema- uno de los principales problemas que presenta parece
ser la falta de motivación, interés y entusiasmo por su
trabajo, en el contexto de un marco excesivamente igualitario
que no permite estimular, promover o reconocer a quienes se
destacan o se esfuerzan, salvo por la acumulación de puntos
con jornadas o seminarios que no siempre son el mejor índice
de real capacitación.
Hay una escasa valoración social por la función docente sumada
a una remuneración históricamente baja. Los maestros han
perdido la alegría por el estrés en el que viven. Por ello
sostenemos que la jornada de trabajo docente debe estar
efectivamente limitada con garantía de un salario suficiente y
con prohibición expresa de excedentes que afectan no sólo la
calidad de la enseñanza sino, principalmente, la salud del
docente, violando elementales normas de higiene laboral.
También debe promoverse el efectivo arraigo de los docentes en
el establecimiento educativo, buscando que desarrollen sus
tareas en uno solo, de manera que no sólo sea efectiva la
tarea pedagógica sino que, además, puedan integrarse al medio
y a la comunidad educativa y no tengan que andar de un
establecimiento a otro.
La proliferación de tareas burocráticas; el nulo estímulo a la
creatividad y a la innovación personal; el déficit en
educación emocional de nuestros docentes -y del sistema en
general- y la persistente fragmentación disciplinaria, son
otros de los problemas a enfrentar.
Al mismo tiempo aparecen experiencias provisoriamente
positivas que deben profundizarse, como viene siendo la doble
escolaridad, que permite una mayor vinculación existencial de
los niños y niñas a las escuelas y la posibilidad de abrirse a
aprendizajes no tradicionales pero esenciales para un ser
humano integral como las artes, la música y las destrezas
plásticas y estéticas, no vistas como un entretenimiento o una
manera de contener a los adolescentes sino como una necesidad
cultural por medio de la cual se expresan sentimientos y se
desarrollan capacidades.
El nuevo sistema educativo, más que valorar el conocimiento
como un fin en si mismo, debe valorar los procesos de
aprendizaje vivenciados por docentes y educandos. La educación
es un camino y un proceso, no un destino. El mismo criterio
debe aplicarse a la educación en valores. Estos no se enseñan
memorizando y repitiendo sino ejerciéndolos en la plenitud del
cotidiano hacer.
Se habla de nuevas leyes. Debemos comprender las limitaciones
de la legislación para abordar temas tan complejos como el
fenómeno educativo. Las leyes no son más que “pareceres” de un
conjunto de personas respecto de cómo debería funcionar un
sistema, pero de allí a su verificación fáctica hay un tramo
extremadamente engorroso y largo.
A ello se agrega la ausencia de claridad del marco jurídico de
la educación en la provincia, complicado ahora por la entrada
en vigencia de la nueva ley nacional que, por suerte, es
sobreabundantemente discursiva y principista pero con escasas
disposiciones operativas.
Si nuestros líderes no aceptan que el cambio es posible, nada
sucederá. Por ello deben salir de la lógica perversa del “no
se puede”, “es muy difícil”, “es muy caro”, “nunca se ha hecho
antes”, “el sindicato se va a oponer” y tantos otros modelos
mentales retardatarios que no tardan en convertirse en
profecías autocumplidas y que inercian la actual situación
condenando a nuestros niños y niñas a un futuro, no tan
lejano, de ignorancia y sometimiento.
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