Nota en revista La Nave -
diciembre de 2010
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POLÍTICA Y PARADIGMAS
CIENTÍFICOS
EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS HEMOS
EXPERIMENTADO EL PASO DE LA
SOCIEDAD INDUSTRIAL A LA
SOCIEDAD TECNOTRÓNICA DEL
CONOCIMIENTO, BASADA EN LA
TECNOLOGÍA Y LA INFORMACIÓN.
ESTE CAMBIO HA PUESTO EN
CRISIS NUESTROS SISTEMAS
TRADICIONALES DE
GERENCIAMIENTO DE LA
CONVIVENCIA.
¿Qué es eso de los paradigmas
científicos? ¿Y qué tienen que
ver los paradigmas científicos
con la política? La expresión
“cambio de paradigma”, ¿no se
ha banalizado un poco?
Inquietudes interesantes.
En las últimas décadas hemos
experimentado el paso de la
sociedad industrial a la
sociedad tecnotrónica del
conocimiento, basada en la
tecnología y la información.
Este cambio ha puesto en
crisis nuestros sistemas
tradicionales de
gerenciamiento de la
convivencia. Cuando analizamos
las escuelas, las policías,
los tribunales o el sistema
político, advertimos que no
están funcionando
adecuadamente. Una parte
importante de la crisis se
debe, sugerimos, a la
obsolescencia paradigmática
que presentan nuestras
instituciones, basadas en el
modelo científico positivista
de la modernidad y que no han
tenido los reciclajes
oportunos a partir de las
formidables transformaciones
de la ciencia que tuvieron
lugar a partir de comienzos
del siglo pasado.
Un paradigma científico es una
constelación de conceptos,
valores y técnicas compartidos
por una comunidad científica y
usados por esta para definir
problemas y soluciones
legítimos. Es una forma
aceptada, compartida y
generalizada de conocer y
comprender el mundo y de
validar dicho conocimiento.
Hacia fines del siglo XVII,
las obras de René Descartes e
Isaac Newton consolidaron el
método empírico de la ciencia.
Este modelo se caracteriza por
una concepción mecánica del
universo, por la existencia de
leyes inmutables, eternas y
absolutas que gobiernan los
procesos de la naturaleza y
por la tajante distinción
entre el sujeto observador y
el objeto observado.
También se encuentra presente
la idea del creacionismo, es
decir, que el universo ha
surgido íntegramente de la
mano de un ser superior y ha
tenido siempre las
características actuales.
Otra característica importante
de este paradigma científico
es el reduccionismo, de cuño
cartesiano, que postula la
idea de que se debe fragmentar
y dividir la realidad en
tantas partes como sea posible
para analizar su
funcionamiento y poder
explicarla. Hay, al mismo
tiempo, una híper exaltación
del racionalismo: razón más
experimentación es la fórmula
de validez de criterios de
verdad. Si el conocimiento es
objetivo y construido sobre la
base de la experimentación,
habrá, por lógica, una sola y
única explicación válida para
cada cosa que se analice, es
decir, habrá una sola
“verdad”. Si alguien desea
controvertir, negar o refutar
esa verdad, sólo podrá hacerlo
basándose en una metodología
igualmente “científica”.
La cristalización conceptual
de la ciencia burguesa se
proyecta e impacta sobre la
reflexión política en menos de
un siglo.
Las obras fundantes de Tomas
Hobbes (1650) y John Locke
(1691) plantean la creación
artificial del Estado y
postulan, sobre todo el
último, los derechos del
hombre como atribuciones
inherentes a su propia
naturaleza. Estas concepciones
reflejan la vigencia creciente
del concepto mecanicista y
atomista de la sociedad
humana. No resulta para nada
extraño que Newton y Locke
compartieran bancas en el
Parlamento inglés de la época
de Guillermo de Orange (Dyson,
2008). En un brevísimo período
(apenas cincuenta años) queda
configurada la base teórica
del Estado moderno.
Montesquieu (1748), Adam Smith
(1776), Juan Jacobo Rousseau
(1762) y el abate Sieyes (1789
– 1791) definen las líneas
fundamentales de este modelo
político.
El modelo republicano de
división de poderes configura
el paradigma político
emergente de las revoluciones
burguesas, ya lo largo del
siglo XIX este paradigma se
extendería como una suerte de
dogma intocable prácticamente
a la totalidad del mundo
occidental, con los más
diversos matices. Las
constituciones de Estados
Unidos de 1787 y de Francia de
1791 expresan el corpus
doctrinario del liberalismo,
que se integra con los
principios de soberanía del
pueblo, división de poderes,
carta de derechos y
constitución escrita y rígida
como sus principales
elementos. Nuestros padres
fundadores, en 1810,
principalmente Mariano Moreno
y Manuel Belgrano, son
tributarios apasionados de
este modelo.
El siglo XIX nos enfrenta a
renovados desafíos.
Las ideas provenientes del
mundo de la física newtoniana
adquieren una gran importancia
para las ciencias sociales
cuando son transpoladas a
ellas por pensadores como
Herbert Spencer, Augusto Comte
y Carlos Marx. Al mismo
tiempo, la aparición de una
nueva clase social, el
proletariado industrial,
reclama un sistema de
cobertura que la democracia
burguesa no le puede proveer.
Aparecen y se consolidan las
ideologías políticas, algo
también novedoso en el
contexto de la época anterior,
ya que hasta ese momento el
liberalismo monopoliza el
escenario del debate político.
El pensamiento conservador a
partir de Edmund Burke, el
temprano socialismo utópico y
finalmente el socialismo
científico, de la mano de
Carlos Marx, sumados a la
reinstalación de la Iglesia
católica en la escena política
a partir de León XIII, definen
las nuevas corrientes.
La progresiva extensión del
sufragio a sectores cada vez
más amplios de la población
termina por auspiciar la
emergencia del gran
protagonista de la democracia
moderna, el partido político,
y del modelo representativo
partidocrático, mucho más
inclusivo y democrático que el
modelo burgués. Las
principales características de
este nuevo modelo político
que, sugerimos, se encuentran
hoy en plena y revulsiva
crisis son:
1. El pueblo es titular
originario del poder pero no
lo ejerce directamente, sino
que lo delega en sus
representantes, quienes tienen
un mandato libre, limitado en
el tiempo y bajo el
condicionamiento de la
Constitución escrita y rígida.
2. Los partidos políticos se
erigen en los intermediarios
entre la sociedad y el sistema
político a fin de procesar,
canalizar y combinar la
multiplicidad de demandas e
intereses que afloran en el
colectivo social.
3. Los partidos políticos
ofrecen “programas de
gobierno” basados en sistemas
ideológicos rígidos,
prescriptivos y
predominantemente cerrados a
cambio del voto del colectivo
social.
Para ello, tratan de
diferenciarse entre sí tomando
como propios determinados
valores (justicia social,
equidad, libertad económica,
entre otros).
4. Las ideologías juegan un
papel fundamental en el
etiquetamiento del colectivo
social, de manera tal que es
muy bajo el número de
electores que no se sienten
vinculados a algún partido
político.
5. Los partidos tienden a
monopolizar el acceso a los
cargos públicos. Los
ciudadanos independientes no
pueden acceder a cargos
electivos salvo que un partido
los proponga.
Ya a partir de principios del
siglo XX, con las
investigaciones de Max Plank,
continuadas por Albert
Einstein, Niels Bohr y Werner
Heisenberg, entre otros, la
física cuántica pone en
evidencia que no podemos
descomponer el mundo en
unidades elementales
independientes, ya que las
partículas subatómicas carecen
de significado como entidades
aisladas y sólo pueden ser
entendidas como
interconexiones o
correlaciones entre varios
procesos de observación y
medición. Las leyes cuánticas
tales como el “principio de
incertidumbre”, la dualidad
onda-partícula, el principio
de complementariedad y la “no
localidad” impactan
fuertemente en el mecanicismo
newtoniano. También para esa
época, el desarrollo de la
psicología gestáltica y la
psicología cognitiva dan paso
a la teoría constructivista
del conocimiento, que destaca
el esencial papel del
observador en la determinación
de la realidad, oponiéndose a
la pretensión de objetividad
de la ciencia tradicional.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, un grupo de
científicos provenientes de
distintas vertientes, entre
los que se destacan Norbert
Wiener, John von Neumann,
Gregory Bateson, Margaret
Mead, Ludwing von Bertalanffy,
Kenneth Boulding y Claude
Shannon, desarrollan la
cibernética y la teoría
general de sistemas,
introduciendo los conceptos de
retroalimentación o feedback,
que explican la circularidad
de los procesos y los
conceptos de entropía y la
homeostasis, ambos
relacionados con la capacidad
de los sistemas de mantenerse
funcionando en entornos
cambiantes.
Todas estas nuevas vertientes
científicas obligan a repensar
la concepción de la “verdad”
–basada en las premisas de la
lógica aristotélica y
desarrollada por Santo Tomás–
como la “correcta relación
entre la cosa y la idea” por
una concepción más humilde que
postula que sólo podemos
aproximarnos a la realidad, y
esa aproximación será más o
menos comprensiva de la misma
en la medida en que se
respeten metodologías
científicas rigurosas y
precisas, pero, de nuevo, no
accederemos a “la verdad”,
sino tan sólo a una más
plausible explicación o
descripción de un fenómeno,
que siempre será provisoria.
También a partir de la física
cuántica y gracias a los
trabajos del premio Nobel Ilya
Prigogine sobre estructuras
disipativas, termodinámica del
no equilibrio e
irreversibilidad de los
procesos, sabemos que los
sistemas vivos operan siempre
en procesos alejados del
equilibrio, con evolución y
transformación a través de
hiperciclos, bifurcaciones y
procesos caóticos.
Estas teorías, ya largamente
documentadas, obligan a
descartar la idea de un
universo ordenado, equilibrado
y previsible, gobernado por
leyes absolutas, universales y
perpetuas.
La evolución de la ciencia
positivista se construyó sobre
una híper exaltación de la
racionalidad, sobre todo para
oponerla al pensamiento
religioso dogmático que imperó
durante la Edad Media. En ese
camino, las emociones fueron
sesgadas con una percepción
disvaliosa. En las últimas
décadas, sin embargo, con el
descubrimiento de las
“múltiples inteligencias” de
los seres humanos, hemos
descartado una visión
unidimesional y recobrado el
esencial papel de la emociones
en los procesos de la vida. No
obstante ello, la educación
formal permanece aún
fuertemente racionalista .
La ciencia en la modernidad
percibe a la Tierra como un
inmenso depósito de recursos
naturales a disposición del
hombre.
Pero ya a mediados del siglo
XX, con la aparición de la
ecología y posteriormente con
la hipótesis GAIA
–desarrollada por los
científicos James Lovelock y
Linn Margulis y popularizada
por Albert Gore–, hemos
comenzado a regresar a lo que
podríamos denominar una mirada
femenina de nuestro hábitat,
un retorno a la visión de la
Tierra como lecho nutriente y
cobijo de las especies. La
fuerte crítica social que
genera la minería contaminante
o a cielo abierto es un buen
ejemplo de este proceso. El
derecho recepta de manera
interesante estas tendencias,
por ejemplo, en las nuevas
constituciones de Ecuador y
Bolivia, donde se puede
visualizar la priorización de
estos valores, permanentes en
nuestras culturas originarias
pero desconocidos para la
tradición occidental.
También la idea del egoísmo
como motor de la evolución,
propia de los pensadores de la
modernidad, está fuertemente
revisada hoy por la moderna
antropología, que encuentra en
los procesos de simbiosis una
mejor explicación para la
permanencia de las especies en
el planeta, asociadas
intensamente en una evolución
eminentemente colaborativa.
Parece obvio que si nuestros
modelos mentales persisten en
la creencia de que el egoísmo
es el motor de la evolución,
retroalimentaremos con nuestra
conducta una cultura y una
sociedad egoístas. Si
enseñamos en las universidades
que el hombre es el lobo del
hombre, que los recursos
naturales del planeta están a
nuestra disposición, que el
papel secundario de la mujer
en la sociedad es “natural” o
que siempre hubo pobres,
estaremos contribuyendo a una
sociedad que exhiba pautas
operativas coherentes con este
tipo de modelos mentales, por
eso resulta importante una
apertura mental que nos lleve
a revisar viejos paradigmas
sacralizados.
La moderna teoría de redes y
los estudios sobre
autoorganización aportan
elementos conceptuales
importantes para la revisión
del concepto de poder
entendido como “capacidad o
potestad para dirigir procesos
o determinar conductas”. Los
sistemas vivos o autopoiéticos
–como somos los seres humanos–
constituimos unidades
históricas originales, únicas
e irrepetibles y con una
particular y específica
configuración, todo lo cual
hace que las respuestas a las
“decisiones de poder” varíen
de unos a otros. Aquí juega un
papel esencial la educación
como parte de un proceso de
construcción de autonomía y
libertad, en contraposición
con el paternalismo y el
clientelismo, que anulan la
esencia humana. La misma
lógica que ha conllevado a una
revisión del concepto de poder
ha llevado en política a una
revisión de la idea de
“control”.
En general, para el
pensamiento positivista, los
procesos sociales de cualquier
tipo pueden controlarse a
partir de normativas precisas
y mecanismos de vigilancia y
supervisión. Sin embargo,
sabemos que los procesos que
involucran sistemas
autopoiéticos no son
susceptibles de este tipo de
control, porque son sistemas
que se autorregulan.
Estas vertientes científicas
que hemos apenas mencionando
configuran el paradigma de la
complejidad y auspician la
posibilidad de un salto
cualitativo de la gestión de
la convivencia en el paso de
una democracia delegativa y
partidocrática a una
democracia autoorganizativa.
Contribuye a la viabilidad de
este desafío la circunstancia
de que, por primera vez en la
historia de la humanidad, la
posibilidad del acceso al
conocimiento la tienen todas
las personas y no sólo los
líderes. |