DR. ALBERTO MONTBRUN

"El paradigma fundamental que domina nuestra política es el paso de una democracia representativa (madisoniana) a una democracia directa (jeffersoniana)."

Dick Morris: "El nuevo príncipe"

Nota en revista La Nave - diciembre de 2010

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POLÍTICA Y PARADIGMAS CIENTÍFICOS

EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS HEMOS EXPERIMENTADO EL PASO DE LA SOCIEDAD INDUSTRIAL A LA SOCIEDAD TECNOTRÓNICA DEL CONOCIMIENTO, BASADA EN LA TECNOLOGÍA Y LA INFORMACIÓN. ESTE CAMBIO HA PUESTO EN CRISIS NUESTROS SISTEMAS TRADICIONALES DE GERENCIAMIENTO DE LA CONVIVENCIA.
¿Qué es eso de los paradigmas científicos? ¿Y qué tienen que ver los paradigmas científicos con la política? La expresión “cambio de paradigma”, ¿no se ha banalizado un poco? Inquietudes interesantes.
En las últimas décadas hemos experimentado el paso de la sociedad industrial a la sociedad tecnotrónica del conocimiento, basada en la tecnología y la información. Este cambio ha puesto en crisis nuestros sistemas tradicionales de gerenciamiento de la convivencia. Cuando analizamos las escuelas, las policías, los tribunales o el sistema político, advertimos que no están funcionando adecuadamente. Una parte importante de la crisis se debe, sugerimos, a la obsolescencia paradigmática que presentan nuestras instituciones, basadas en el modelo científico positivista de la modernidad y que no han tenido los reciclajes oportunos a partir de las formidables transformaciones de la ciencia que tuvieron lugar a partir de comienzos del siglo pasado.
Un paradigma científico es una constelación de conceptos, valores y técnicas compartidos por una comunidad científica y usados por esta para definir problemas y soluciones legítimos. Es una forma aceptada, compartida y generalizada de conocer y comprender el mundo y de validar dicho conocimiento.
Hacia fines del siglo XVII, las obras de René Descartes e Isaac Newton consolidaron el método empírico de la ciencia. Este modelo se caracteriza por una concepción mecánica del universo, por la existencia de leyes inmutables, eternas y absolutas que gobiernan los procesos de la naturaleza y por la tajante distinción entre el sujeto observador y el objeto observado.
También se encuentra presente la idea del creacionismo, es decir, que el universo ha surgido íntegramente de la mano de un ser superior y ha tenido siempre las características actuales.
Otra característica importante de este paradigma científico es el reduccionismo, de cuño cartesiano, que postula la idea de que se debe fragmentar y dividir la realidad en tantas partes como sea posible para analizar su funcionamiento y poder explicarla. Hay, al mismo tiempo, una híper exaltación del racionalismo: razón más experimentación es la fórmula de validez de criterios de verdad. Si el conocimiento es objetivo y construido sobre la base de la experimentación, habrá, por lógica, una sola y única explicación válida para cada cosa que se analice, es decir, habrá una sola “verdad”. Si alguien desea controvertir, negar o refutar esa verdad, sólo podrá hacerlo basándose en una metodología igualmente “científica”.
La cristalización conceptual de la ciencia burguesa se proyecta e impacta sobre la reflexión política en menos de un siglo.
Las obras fundantes de Tomas Hobbes (1650) y John Locke (1691) plantean la creación artificial del Estado y postulan, sobre todo el último, los derechos del hombre como atribuciones inherentes a su propia naturaleza. Estas concepciones  reflejan la vigencia creciente del concepto mecanicista y atomista de la sociedad humana. No resulta para nada extraño que Newton y Locke compartieran bancas en el Parlamento inglés de la época de Guillermo de Orange (Dyson, 2008). En un brevísimo período (apenas cincuenta años) queda configurada la base teórica del Estado moderno. Montesquieu (1748), Adam Smith (1776), Juan Jacobo Rousseau (1762) y el abate Sieyes (1789 – 1791) definen las líneas fundamentales de este modelo político.
El modelo republicano de división de poderes configura el paradigma político emergente de las revoluciones burguesas, ya lo largo del siglo XIX este paradigma se extendería como una suerte de dogma intocable prácticamente a la totalidad del mundo occidental, con los más diversos matices. Las constituciones de Estados Unidos de 1787 y de Francia de 1791 expresan el corpus doctrinario del liberalismo, que se integra con los principios de soberanía del pueblo, división de poderes, carta de derechos y constitución escrita y rígida como sus principales elementos. Nuestros padres fundadores, en 1810, principalmente Mariano Moreno y Manuel Belgrano, son tributarios apasionados de este modelo.

El siglo XIX nos enfrenta a renovados desafíos.
Las ideas provenientes del mundo de la física newtoniana adquieren una gran importancia para las ciencias sociales cuando son transpoladas a ellas por pensadores como Herbert Spencer, Augusto Comte y Carlos Marx. Al mismo tiempo, la aparición de una nueva clase social, el proletariado industrial, reclama un sistema de cobertura que la democracia burguesa no le puede proveer. Aparecen y se consolidan las ideologías políticas, algo también novedoso en el contexto de la época anterior, ya que hasta ese momento el liberalismo monopoliza el escenario del debate político. El pensamiento conservador a partir de Edmund Burke, el temprano socialismo utópico y finalmente el socialismo científico, de la mano de Carlos Marx, sumados a la reinstalación de la Iglesia católica en la escena política a partir de León XIII, definen las nuevas corrientes.
La progresiva extensión del sufragio a sectores cada vez más amplios de la población termina por auspiciar la emergencia del gran protagonista de la democracia moderna, el partido político, y del modelo representativo partidocrático, mucho más inclusivo y democrático que el modelo burgués. Las principales características de este nuevo modelo político que, sugerimos, se encuentran hoy en plena y revulsiva crisis son:
1. El pueblo es titular originario del poder pero no lo ejerce directamente, sino que lo delega en sus representantes, quienes tienen un mandato libre, limitado en el tiempo y bajo el condicionamiento de la Constitución escrita y rígida.
2. Los partidos políticos se erigen en los intermediarios entre la sociedad y el sistema político a fin de procesar, canalizar y combinar la multiplicidad de demandas e intereses que afloran en el colectivo social.
3. Los partidos políticos ofrecen “programas de gobierno” basados en sistemas ideológicos rígidos, prescriptivos y
predominantemente cerrados a cambio del voto del colectivo social.
Para ello, tratan de diferenciarse entre sí tomando como propios determinados valores (justicia social, equidad, libertad económica, entre otros).
4. Las ideologías juegan un papel fundamental en el etiquetamiento del colectivo social, de manera tal que es muy bajo el número de electores que no se sienten vinculados a algún partido político.
5. Los partidos tienden a monopolizar el acceso a los cargos públicos. Los ciudadanos independientes no pueden acceder a cargos electivos salvo que un partido los proponga.
Ya a partir de principios del siglo XX, con las investigaciones de Max Plank, continuadas por Albert Einstein, Niels Bohr y Werner Heisenberg, entre otros, la física cuántica pone en evidencia que no podemos descomponer el mundo en unidades elementales independientes, ya que las partículas subatómicas carecen de significado como entidades aisladas y sólo pueden ser entendidas como interconexiones o correlaciones entre varios procesos de observación y medición. Las leyes cuánticas tales como el “principio de incertidumbre”, la dualidad onda-partícula, el principio de complementariedad y la “no localidad” impactan fuertemente en el mecanicismo newtoniano. También para esa época, el desarrollo de la psicología gestáltica y la psicología cognitiva dan paso a la teoría constructivista del conocimiento, que destaca el esencial papel del observador en la determinación de la realidad, oponiéndose a la pretensión de objetividad de la ciencia tradicional.
Durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de científicos provenientes de distintas vertientes, entre los que se destacan Norbert Wiener, John von Neumann, Gregory Bateson, Margaret Mead, Ludwing von Bertalanffy, Kenneth Boulding y Claude Shannon, desarrollan la cibernética y la teoría general de sistemas, introduciendo los conceptos de retroalimentación o feedback, que explican la circularidad de los procesos y los conceptos de entropía y la homeostasis, ambos relacionados con la capacidad de los sistemas de mantenerse funcionando en entornos cambiantes.
Todas estas nuevas vertientes científicas obligan a repensar la concepción de la “verdad” –basada en las premisas de la lógica aristotélica y desarrollada por Santo Tomás– como la “correcta relación entre la cosa y la idea” por una concepción más humilde que postula que sólo podemos aproximarnos a la realidad, y esa aproximación será más o menos comprensiva de la misma en la medida en que se respeten metodologías científicas rigurosas y precisas, pero, de nuevo, no accederemos a “la verdad”, sino tan sólo a una más plausible explicación o descripción de un fenómeno, que siempre será provisoria.
También a partir de la física cuántica y gracias a los trabajos del premio Nobel Ilya Prigogine sobre estructuras disipativas, termodinámica del no equilibrio e irreversibilidad de los procesos, sabemos que los sistemas vivos operan siempre en procesos alejados del equilibrio, con evolución y transformación a través de hiperciclos, bifurcaciones y procesos caóticos.
Estas teorías, ya largamente documentadas, obligan a descartar la idea de un universo ordenado, equilibrado y previsible, gobernado por leyes absolutas, universales y perpetuas.
La evolución de la ciencia positivista se construyó sobre una híper exaltación de la racionalidad, sobre todo para oponerla al pensamiento religioso dogmático que imperó durante la Edad Media. En ese camino, las emociones fueron sesgadas con una percepción disvaliosa. En las últimas décadas, sin embargo, con el descubrimiento de las “múltiples inteligencias” de los seres humanos, hemos descartado una visión unidimesional y recobrado el esencial papel de la emociones en los procesos de la vida. No obstante ello, la educación formal permanece aún fuertemente racionalista .
La ciencia en la modernidad percibe a la Tierra como un inmenso depósito de recursos naturales a disposición del hombre.
Pero ya a mediados del siglo XX, con la aparición de la ecología y posteriormente con la hipótesis GAIA –desarrollada por los científicos James Lovelock y Linn Margulis y popularizada por Albert Gore–, hemos comenzado a regresar a lo que podríamos denominar una mirada femenina de nuestro hábitat, un retorno a la visión de la Tierra como lecho nutriente y cobijo de las especies. La fuerte crítica social que genera la minería contaminante o a cielo abierto es un buen ejemplo de este proceso. El derecho recepta de manera interesante estas tendencias, por ejemplo, en las nuevas constituciones de Ecuador y Bolivia, donde se puede visualizar la priorización de estos valores, permanentes en nuestras culturas originarias pero desconocidos para la tradición occidental.
También la idea del egoísmo como motor de la evolución, propia de los pensadores de la modernidad, está fuertemente revisada hoy por la moderna antropología, que encuentra en los procesos de simbiosis una mejor explicación para la permanencia de las especies en el planeta, asociadas intensamente en una evolución eminentemente colaborativa. Parece obvio que si nuestros modelos mentales persisten en la creencia de que el egoísmo es el motor de la evolución, retroalimentaremos con nuestra conducta una cultura y una sociedad egoístas. Si enseñamos en las universidades que el hombre es el lobo del hombre, que los recursos naturales del planeta están a nuestra disposición, que el papel secundario de la mujer en la sociedad es “natural” o que siempre hubo pobres, estaremos contribuyendo a una sociedad que exhiba pautas operativas coherentes con este tipo de modelos mentales, por eso resulta importante una apertura mental que nos lleve a revisar viejos paradigmas sacralizados.
La moderna teoría de redes y los estudios sobre autoorganización aportan elementos conceptuales importantes para la revisión del concepto de poder entendido como “capacidad o potestad para dirigir procesos o determinar conductas”. Los sistemas vivos o autopoiéticos –como somos los seres humanos– constituimos unidades históricas originales, únicas e irrepetibles y con una particular y específica configuración, todo lo cual hace que las respuestas a las “decisiones de poder” varíen de unos a otros. Aquí juega un papel esencial la educación como parte de un proceso de construcción de autonomía y libertad, en contraposición con el paternalismo y el clientelismo, que anulan la esencia humana. La misma lógica que ha conllevado a una revisión del concepto de poder ha llevado en política a una revisión de la idea de “control”.
En general, para el pensamiento positivista, los procesos sociales de cualquier tipo pueden controlarse a partir de normativas precisas y mecanismos de vigilancia y supervisión. Sin embargo, sabemos que los procesos que involucran sistemas autopoiéticos no son susceptibles de este tipo de control, porque son sistemas que se autorregulan.
Estas vertientes científicas que hemos apenas mencionando configuran el paradigma de la complejidad y auspician la posibilidad de un salto cualitativo de la gestión de la convivencia en el paso de una democracia delegativa y partidocrática a una democracia autoorganizativa. Contribuye a la viabilidad de este desafío la circunstancia de que, por primera vez en la historia de la humanidad, la posibilidad del acceso al conocimiento la tienen todas las personas y no sólo los líderes.